viernes, 22 de noviembre de 2013

La Noche de Getsemaní - Capítulo VII




VII

Pascal se afana demasiado para convencernos de que "el yo es odiable"; en realidad, emplea todas sus fuerzas para defender nuestro "Yo" contra las exigencias de las verdades abstractas y eternas. En esta lucha, su cinturón de hierro es solamente un arma; otras armas son su enfermedad y su "abismo", que los admiradores quisieran eliminar de su biografía. Si no hubiera encontrado el "abismo", podríamos decir que Pascal habría sido el de las Provinciales. Mientras un hombre siente bajo los pies tierra firme no se expone al riesgo de chocar con la razón y la moral. Solamente condiciones de vida excepcionales pueden librarnos de las verdades abstractas y eternas que regulan el universo. Sin "locura" no nos volvemos contra la ley. Recordemos a nuestro Nietzsche, que invoca de los dioses la "locura", pues le era necesario matar la ley; o, para hablar de manera que es la suya, tenía que anunciar a Roma y al mundo su "más allá del bien y del mal"
Hay que tener estas cosas delante de los ojos de la mente para comprender el odio de Pascal por el estoicismo, por los discípulos de Pelagio; para comprender el impulso que lo lleva hacia san Agustín; y, por medio de san Agustín, al apóstol san Pablo; y, por medio de san Pablo, a ese pasaje de Isaías, a esa narración bíblica de la caída a la que se unió san Pablo. La misma pregunta hallada por Lutero un siglo antes se le presenta también a Pascal: ¿de dónde proviene la salvación del hombre? ¿de sus obras, esto es, de su sumisión a las leyes eternas, o bien de esa fuerza misteriosa que se llama -en el no menos misterioso lenguaje de los teólogos- la gracia de Dios? El problema de Lutero hizo sobresaltar a Europa, a todo el mundo cristiano. Entonces parecía que no podía ya existir ningún problema, parecía que la historia -desde mucho tiempo- hubiera logrado resolverlos todos, eliminando así todos esos problemas que se presentan al hombre. Desde más de mil años Pelagio estaba condenado, y san Agustín, era considerado por todos como una incontestable autoridad. ¿Qué se hacía, entonces, necesario? En efecto, la victoria no era con san Agustín, sino con Pelagio: el mundo aceptaba vivir sin Dios, pero no podía existir sin la "ley"; era posible venerar a san Pablo y las Santas Escrituras, pero había que vivir según la moral de los estoicos y la doctrina de Pelagio. Ello apareció muy claramente en la famosa disputa surgida entre Lutero y Erasmo a propósito del libre arbitrio. Erasmo, con la sutileza y la perspicacia que le eran propias, de súbito -en su diatriba de De libero arbitrio- había propuesto a Lutero el terrible dilema: si nuestras buenas obras (o sea una vida de acuerdo con las leyes de la razón y de la moral) no nos salvan, y si para salvarse existe solamente la gracia de Dios, quien arbitraria y libremente da esta gracia a algunos rehusándola a otros, ¿dónde está, entonces, la justicia? ¿Quién se tomará la molestia de una vida justa? ¿Cómo justificar un Dios que del arbitrio mismo hace un principio? Erasmo no quería discutir ni con la biblia ni con san Pablo. Condenaba, a igual que todos, a Pelagio y aceptaba la doctrina de san Agustín sobre la gracia, pero no podía admitir este monstruoso pensamiento: que Dios se encuentre "más allá del bien y del mal"; que nuestro "libre arbitrio", nuestro consentimiento en someternos a las leyes no se tenga en cuenta delante del tribunal supremo; que, por fin, delante de Dios el hombre sea desposeído de toda defensa, hasta de la justicia. Así escribía Erasmo, así pensaban y aún piensan casi todos los hombres; antes bien, sencillamente, podría decirse: todos los hombres.
A la diatriba de Erasmo contestó Lutero con el De servo arbitrio, su libro más fuerte y terrible. Como muy raramente sucede en las disputas, Lutero no solo no busca debilitar la argumentación de su adversario, sino -al contrario- hace todo lo posible por reforzarla. Con una insistencia mayor que la de Erasmo subraya la "incongruencia" de la doctrina de san Pablo respecto de la gracia. Son de Lutero estas afirmaciones, inauditas por su temeridad: Hic est fidei summus gradus, credere illum esse clementem qui tam paucos salvat, tam multos damnal; credere justum qui sua voluntate nos necessario damnabiles facit, ut videatur, referente Erasmo, delectari cruciatibus miserorum et odio potius quam amore dignus. Si igitur possem ulla ratione comprehendere, quomodo is Deus misericors est, qui tantam iram et iniquitatem ostendit, non esset opus fide (El más alto grado de la fe consiste en creer clemente a aquel que salva tan pocas almas y que condena tantas; creer justo a aquel que por su voluntad nos hace necesariamente condenables, de modo que parece -como dice Erasmo- extraer goce de nuestras torturas, y digno mas bien de odio que de amor. Ahora, si se pudiera comprender con un sistema cualquiera cómo puede ser misericordioso un Dios semejante, que muestra tanta cólera y tanta iniquidad, no habría necesidad de fe.)
A Erasmo se lo oía quejarse de la "incongruencia" y de la "injusticia"; a Lutero (lo veis) lo entusiasma; Erasmo, con sus objeciones, le ha dado las alas, le ha inspirado la audacia de decir lo que había callado hasta entonces. Lutero, como Pascal, tenía su "abismo"; y, por muchos años, como Pascal, se había defendido usando una "silla": y la "ley" era su "silla". El repentino descubrimiento de que la ley no salva, que solamente es -en la superficie del abismo- una telaraña delgada que esconde por un período determinado la perdición, fue su más profunda y horripilante experiencia. Lutero era un monje, había aceptado y observado conscientemente los difíciles votos monásticos, en la esperanza de salvar su alma con las propias "obras buenas". Y el mismo Lutero, como contó luego, se convenció de repente que, al aceptar esos votos, había contrariado la voluntad de Dios y perdido su alma. semejante experiencia es tan extraordinaria, tan poco semeja a lo que generalmente sucede a los hombres, que muchos rehusan prestarle fe, o la interpretan de manera tal de poderla "conciliar con nuestras habituales ideas respecto de la vida interior de los hombres". Pero se puede, debe creerse a Lutero. No tenemos el derecho de repudiar una experiencia, aunque sea extraordinaria, aunque sea contraria a todas nuestras ideas a priori. Ya he señalado cómo la misma cosa le ha sucedido a Nietzsche, y cómo aquí se encuentra el origen de su frase "más allá del bien y del mal", que sencillamente es una moderna traducción de la sola fide de Lutero. O nosotros nos engañamos, y por mucho, o bien la visión de san Pablo a lo largo del camino de Damasco es un caso análogo: a san Pablo, que perseguía a Cristo en nombre de la "ley", Él se le apareció de "repente" (¡Oh, cuán precioso es este de "repente" y cuán poco la filosofía sabe utilizarlo, a causa del error de sus métodos tradicionales, y por el temor que experimenta delante del "Yo" irracional!), y está claro que la ley había venido "para que aumentara el delito" (ina pleonáse to paráptoma). Es difícil imaginarnos la sacudida sufrida por el hombre al imaginar semejante "descubrimiento", y más difícil aún el imaginarnos cómo el hombre puede -después- continuar viviendo. La ley, las leyes guían el mundo; recordamos que Horacio, junto con los estoicos, afirmaba: Si totus illabatur orbis,impavidum ferient ruinae; Hegel, a igual que él, se jacta del mismo valor que los filósofos paganos, y de no temer, aunque el cielo se le cayera sobre la cabeza. Pero con las leyes que sostienen el cielo, caen en la misma caída las leyes que sostienen el valor y las virtudes paganas. Sin embargo, estas virtudes ¿son en verdad virtudes? ¿No tiene razón san Agustín cuando dice: Virtutes gentium potius vitia sun? ¿Y Horacio, Epicteto, Marco Aurelio y nuestro Hegel son los hombres menos virtuosos del mundo, dignos de ser imitados? Con Lutero, ¿no deben todos quizá repetir la confesión, la terrible traducción que nos da de su voto monástico: Ecce, Deus, tibi voveo impietatem et blasphemiam per totam meam vitam? (He aquí, Dios mío, que para toda mi vida te consagro la perversidad y la blasfemia). La sumisión a la ley es el original de toda perversidad; y el máximo de la perversidad consiste en hacer divinas las leyes, estas "verdades eternas y abstractas que dependen de la única verdad" de que nos ha hablado Pascal.
Pero también en la Biblia -se nos dirá- hay algunas leyes que Moisés trae del Sinaí: ¿para qué sirven? Dejemos hablar a Lutero, quien nos dirá lo que Pascal oye en el tribunal supremo delante del cual presenta su causa contra Roma y contra el mundo: Deus est Deus humilium, oppressorum, desperatorum et eorum, qui prorsus in nihilo redacti sunt, ejusque natura est exaltare humiles, cibare esurientes, illuminare caecos, miseros et afflictos consolari, peccatores justificare, mortuos vivificari, desperatos et damnatos salvari, etc. Est enim creator omnipotens ex nihilo faciens omnia. Ad hoc autem suum naturale et proprium opus non sinit eum pervenire nocentissima pestis illa, opinio justiciae, quae non vult esse peccatrix, immunda, misera et damnata, sed justa, sancta, etc. Ideo oportet Deum adhibere malleum istum, legem scilicet, quae frangat, contundat, conterat et prorsus ad nihilum redigat hanc belluam cum sua vana fiducia, sapientia, justitia, potentia, ut tandem suo malo discat se perditam et damnatam (Dios es el Dios de los humildes, de los oprimidos, de los desesperados y de aquellos que están enteramente desheredados; su naturaleza es la de exaltar a los humildes, nutrir a los hambrientos, iluminar a los ciegos, consolar a los pobres y a los afligidos, justificar a los pecadores, resucitar a los muertos, salvar a los desesperados y a los condenados… En realidad es el creador omnipotente que de la nada ha hecho todas las cosas. Pero en el llevar a cabo la tarea que le es propia y natural es impedido por la más dañosa de las pestes: la conciencia de la justicia, que no quiere reconocerse pecadora, inmunda, miserable y condenada, sino justa, santa… Es necesario entonces que Dios traiga este martillo -o sea la ley- que rompe, aplasta, maja y reduce enteramente a la nada semejante bestia salvaje con su inútil confianza, su sabiduría, su justicia, su poder, para que se sepa por fin perdida y condenada por su mal). Tales son los orígenes y el destino de la "ley", de eso que los filósofos reputan es la verdad eterna y abstracta, por ello última y divina. Pero he aquí la conclusión de Lutero: Ideo quando disputandum est de justitia, vita et salute aeterna omnino removenda est ex oculis lex, quasi nunquam fuerit aut futura sit, sed prorsus nihil est (Cuando debe discutirse en torno a la justicia, la vida y la salvación eterna, es menester totalmente alejar la ley de nuestros ojos, como si nunca hubiera existido, o no deba nunca existir; como, en una palabra; si nada fuera). Con pesar, no puedo citar todo lo que dice Lutero en su comentario a la Epístola a los Gálatas, a propósito de las palabras de san Pablo: Lex propter transgressionem apposita est. Toda su lucha con Roma, de una audacia nunca vista, ha sido una lucha con la "ley", con las verdades "abstractas y eternas", a las que el catolicismo -aún después de la condena de Pelagio- no ha podido nunca renunciar. Él mismo, mejor aún que sus adversarios, comprendía hasta qué punto se había dejado arrastrar. Claramente veía abrirse bajo sus pies un abismo que amenazaba tragarlo, no solo a él, sino tragar también al mundo. A igual que todos, sabía que la "ley" es la base de todo. Y escribió: Nec ego ausim ita legem appellare, sed putarem esse summum blasphemiam in Deum, nisi Paulus prius hoc fecisset. (No me habría atrevido a definir de esta manera a la ley, sino que la habría considerado la mayor blasfemia a Dios, si ya antes no lo hubiera hecho Pablo.)
No estuvo menos afligido san Pablo por su descubrimiento; tampoco él se habría atrevido a decir lo que dijo, si no se hubiera podido -a su vez- "apoyar" en el profeta Isaías, cuya temeridad lo atraía y lo asombraba al mismo tiempo. "Isaías se atrevió y dijo -Esaias de apotolma kai leghei-: fui encontrado por aquellos que no me buscaban. Claramente me manifesté a aquellos que nada pedían de mí." ¿Cómo aceptar tales afirmaciones temerarias? Dios, Dios mismo falta a la ley suprema de la justicia: se manifiesta a aquellos que no piden, es hallado por aquellos que no lo buscan. ¿Es acaso posible tratar con un Dios hecho de este modo, el Dios de los filósofos, esto es, la verdad abstracta y única? ¿Y no han tenido razón el Renacimiento, que se había apartado del Dios de la Biblia, y Descartes, que -propenso a las aspiraciones de su tiempo- ha intentado "prescindir de Dios"? ¿Y Pascal, que llamaba a los hombres delante del tribunal del Altísimo, no ha traicionado la obra humana común, no es un apóstata? ¿Dónde está la verdad? ¿Qué hay que elegir?


Cap I: http://castalia-tegularius.blogspot.com.ar/2013/09/la-noche-de-getsemani.html
Cap II: http://castalia-tegularius.blogspot.com.ar/2013/09/la-noche-de-getsemani-capitulo-ii.html
Cap III: http://castalia-tegularius.blogspot.com.ar/2013/09/la-noche-de-getsemani-capitulo-iii.html
Cap IV: http://castalia-tegularius.blogspot.com.ar/2013/09/la-noche-de-getsemani-capitulo-iv.html
Cap V: http://castalia-tegularius.blogspot.com.ar/2013/11/la-noche-de-getsemani-capitulo-v.html
Cap VI: http://castalia-tegularius.blogspot.com.ar/2013/11/la-noche-de-getsemani-capitulo-vi.html
Cap VIII: http://castalia-tegularius.blogspot.com.ar/2013/11/la-noche-de-getsemani-capitulo-viii.html
Cap IX: http://castalia-tegularius.blogspot.com.ar/2013/11/la-noche-de-getsemani-capitulo-ix.html
Cap X: http://castalia-tegularius.blogspot.com.ar/2013/11/la-noche-de-getsemani-capitulo-x-final.html


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