sábado, 30 de noviembre de 2013

La Noche de Getsemaní - Capítulo IX




IX

La característica más sorprendente de la filosofía de Pascal (filosofía tan poco semejante a eso que, entre los hombres, se ha convenido en considerar como verdad) consiste en el esfuerzo por librarse de la razón. Por cuanto reprimido el control de Port-Royal y por las tradiciones griegas de la teología, y aplicado a dar a sus afirmaciones carácter "obligatorio" -o sea justificarlas delante del tribunal de la razón-, siempre su "último" pensamiento (a través de la cadena de argumentos de que hizo uso, como conviene a un apologista que tome por principio la hipótesis de que la verdad divina -a igual que la humana- se encuentra en la "ley" a la que cada "Yo odiable" debe obedecer de manera absoluta) termina por estallar en una aguda disonancia. Hasta en su famosa Apuesta, en la que se propone demostrar matemáticamente que la razón quiere del hombre la fe; hasta en ese razonamiento arquitecturado tan "científicamente" pronuncia -como si repentinamente olvidara su tema- esa frase que ha escandalizado tanto: "Naturalmente, ello os hará creer y os volverá autómatas". Si su imaginario interlocutor contesta: "precisamente eso temo", Pascal rebate, con la mirada clara y serena, como si en verdad se tratara de algo del todo natural: "¿Por qué? ¿Qué tienes que perder? ¿Qué pierdes si renuncias a la razón? Si estas palabras la hubiera dicho otro y no Pascal, nos encogeríamos de hombros, con una estruendosa carcajada. Evidentemente, tales palabras son de un tonto o de un loco. Pero no en vano tales expresiones pascalianas, como "volverse autómatas", "¿qué tienes que perder?" provocan alarma tal aún entre nuestros contemporáneos, a medias adormecidos y hechizados por los encantos de las teorías modernas del conocimiento. Así como, según nuestro parecer, en estas palabras -como en la caja de Pandora- están todas las absurdidades posibles, también están todos los horrores. Destapad la caja, y a la luz del sol saldrán todos esos non pudet, quia pudendum est, prorsus credibile quia ineptum, certum quia impossibile, y junto con cada "Yo" humano considerado por la razón sumiso y silencioso, los numerosos "Yo" que el mismo Pascal temía y odiaba con tanta fuerza. Con todo ello Pascal apotolma kai leghei, se atrevió y dijo, olvidando todos los terrores y todas las desdichas que nos amenazan, dijo lo que quería decir. Escribamos mas bien que no olvida y que, con cognición de causa, camina hacia el enemigo. La razón puede muy bien intentarlo todo para convencerlo, pero es inútil. Sus alabanzas o sus amenazas no logran el propósito. ¿De dónde proviene ello? ¿Que sea, según la expresión de Platón, una reminiscencia -anámnesis- o bien eso que nosotros desdeñosamente llamamos hoy atavismo? Pascal recuerda la narración bíblica de la caída, y sobre él la razón no tiene poder. Como les sucede a los demás, como poco antes le sucedía a él mismo, ya no tiene miedo de que se le considere un tonto; se burla de la virtud satisfecha de sí misma, y de sus fieles vasallos, los habitantes de los establos. recordemos su retroceso delante de la única verdad abstracta proclamada por el Renacimiento, el odio por Descartes, el desprecio por el Summum bonum de los antiguos filósofos.
Existe solo un medio para evitar todo esto: renunciar a las veritates aeternae, a los frutos del árbol del conocimiento; "volverse autómatas", no creer en nada de cuanto afirma la razón; evitar aquellos puntos que poseen las "luces", porque la luz hace ver la mentira; amar las tinieblas: No se nos reproche la falta de claridad, porque nosotros la profesamos". Pascal, inspirado por la revelación bíblica, crea una "teoría del conocimiento" que por entero quema las naves con nuestras ideas sobre la esencia de la verdad. La primera, fundamental premisa, el axioma del conocimiento, es éste: todo hombre normal puede ver la verdad cuando se le muestra. Pascal, para quien la Biblia es la principal fuente del conocimiento, declara: "si no se toma como principio el que Dios ha querido (Port-Royal, naturalmente, ha salteado este "querido") cegar a unos para iluminar a otros, nada se puede comprender de sus obras". Nadie, creo, en toda la historia de la filosofía se ha atrevido a proclamar "principio" más ofensivo para nuestra razón, y hasta Pascal nunca llegó a tanta temeridad (excepto cuando habla del Summum bonum de los filósofos y de los caballos que realizan, es sus establos, el ideal de la virtud estoica). Repito que la condición fundamental de la posibilidad del conocimiento consiste en esto: la verdad puede ser vista por todo hombre normal. Así la había formulado Descartes: Dios no quiere ser engañador ni puede serlo. Ahora Pascal afirma que Dios puede ser engañador y quiere serlo. A algunos, algunas veces, revela la verdad; pero ciega deliberadamente a la mayor parte de los demás, para que la verdad no les llegue. ¿Quién tiene razón: Pascal o Descartes? He aquí aún la maldita pregunta que ya muchas veces nos ha embarazado: ¿cómo decidir? ¿y quién decidirá dónde se encuentra la verdad? No podemos dirigirnos a la razón, ni siquiera podemos dirigirnos, a igual que Descartes, a la moral: la moral nos dice que engañar a los hombres sería indigno de Dios; ahora Pascal nos dice que el establo es el lugar de la moral. estamos reducidos a la desesperación, y Pascal triunfa. esperaba este momento. Ebrio de gloria puede gritar: "Humíllate razón impotente; calla naturaleza imbécil. Aprended que el hombre excede infinitamente al hombre, y aprended de vuestro señor vuestra real condición, que ignoráis". era lo que necesitaba Pascal Siente que "esta hermosa razón corrompida ha corrompido todo"; siente que en librarse reside la única salvación del hombre. hasta que la razón se convierta en aquello por lo que nos laudabiles vel vituperabiles sumus; hasta que encontremos el Summum bonum en sus alabanzas, y el Summum malum en sus quejas, no saldremos de nuestra situación desesperada.
"La razón tiene un hermoso gritar: no puede dar valor a las cosas". Nuestra razón, con las verdades que le son propias, hace de nuestro mundo el reino encantado de la mentira. Vivimos como tantos hechizados, y lo sentimos. Pero sobre todo tememos el despertar, y los esfuerzos que hacemos para permanecer en nuestro sopor, cegados por Dios o, para decir mejor, por las "verdades" que nuestro antepasado recogió del árbol prohibido, los consideramos como la actividad natural de nuestra alma. Consideramos como amigos nuestros y benefactores a aquellos que nos ayudan a dormir, que nos acunan, que glorifican nuestro sueño; y en aquellos que tratan de despertarnos vemos a nuestros acérrimos enemigos, casi como malechores. No queremos pensar, no queremos estudiarnos a nosotros mismos, para no ver la realidad verdadera. He aquí por qué el hombre acepta cualquier cosa con tal de evitar la soledad. Busca a sus semejantes, a los hombres que sueñan, con la esperanza de que los "sueños en común" (Pascal no teme decir "sueños en común") lo confirme aún en sus ilusiones. En consecuencia, el hombre odia sobre todo la Revelación, por ser ella el "despertar", la liberación de las cadenas impuestas por las verdades "abstractas", a las que los descendientes del decaído Adán se han habituado a tal punto que no pueden percibir la vida fuera de ellas. La filosofía ve el bien supremo en un reposo perfecto, o sea en un sueño profundo sin visiones inquietantes. Por esto, con mucho cuidado aleja de sí lo incomprensible, lo enigmático, lo misterioso, y evita todas esas preguntas para las que la gente no tiene respuestas listas.
Pascal, en cambio, en las cosas incomprensibles y enigmáticas que nos circundan ve la señal de una existencia mejor, y considera blasfemo cualquier intento que se haga para simplificar la vida, para llevar lo que no se conoce a lo conocido. Recordad lo que nos dice Pascal en sus Pensamientos: A cualquier sujeto a que aplique su mente, la realidad se arranca, se rompe, pierde todo significado, toda unidad interior: si la nariz de Cleopatra hubiera sido un poco más corta, la historia universal habría sido distinta; nuestra justicia tiene por límite un arroyo: de este lado de él no se debe matar; pero del otro lado está permitido matar; los reyes y los jueces son tan miserables como los súbditos y los acusados, etc. Éste no es un "juego de la inteligencia": todo ello tiene raíces profundas en su alma. Realmente está convencido de que la historia universal se encuentra determinada por accidentes ínfimos; y realmente lo ve así. Si viviera en nuestros días, en los que todos ven en la historia universal -repitiendo a Hegel- el desarrollo del espíritu, no renegaría de sus palabras. Si Hegel y Pascal fueran enfrentados (hipótesis admitida por nosotros), ¿quién puede decir que el tribunal supremo no hallaría mayor "penetración" en la breve frase pascaliana que en los grandes volúmenes hegelianos?
¿No podéis comprenderlo, no podéis aceptarlo? Sin embargo, si deseáis estar con Pascal disponéis de un solo camino: "volveros como autómatas" y, con él, repetir continuamente las palabras que encantan: "Humíllate, razón impotente; calla, naturaleza imbécil". El tribunal supremo ignora nuestras veritates aeternae. Precisamente de él recibe Pascal instrucciones y la autorización de repudiar nuestra razón impotente y nuestra naturaleza estúpida. Escuchadlo: "¡Gran asombro produce, sin embargo, cómo el misterio más alejado de nuestro entendimiento, esto es aquel de la transmisión del pecado (original), sea algo sin lo cual no podemos tener conocimiento alguno de nosotros mismos! Porque no hay nada que más choque a nuestra razón cuanto el decir que el pecado del primer hombre haya vuelto culpables a aquellos que parecían incapaces de tener parte en él, tan alejados están de la primera fuente. No solo nos parece imposible una transmisión así, sino que también nos parece injustísima; ¿qué hay, en realidad, más contrario a las reglas de nuestra justicia mezquina que condenar eternamente a un niño incapaz de razón, por un pecado en que parece ha tenido muy poca parte, desde el momento en que ha sido cometido seis mil años antes de su nacimiento?. por cierto, nada nos choca más duramente que una doctrina como ésta; sin embargo, sin este misterio, el más incomprensible de todos, somos incomprensibles a nosotros mismos. El nudo de nuestra condición extrae de este abismo sus giros y sus volutas; de modo que el hombre es más inconcebible sin este misterio de cuanto este misterio es inconcebible al hombre"
El pensamiento que constituye el fondo de esta página nunca llegará a alcanzar esas verdades eternas comunicadas a los hombres por las luces de la razón. Pascal lo sabe exactamente. Nada fuera del misterio de la caída y del pecado original podría indignar más nuestra razón y nuestra conciencia (él mismo nos lo hace notar). El pecado original se nos aparece como una encarnación de todo lo que consideramos inmoral, vergonzoso, absurdo, imposible; sin embargo- nos dice Pascal-, aquí está la verdad mayor. A igual que Tertuliano y que Lutero, claramente ve todos los pudet, ineptum, impossibile que forman la narración bíblica; y ello no obstante nos declara: Non pudet, prorsus credibile est..., y hasta la última palabra, el triunfal: certum. En esta misma afirmación está la "conversión" de Pascal: lo confirma la hoja de papel que llevaba cosida en su ropa. Aquí se aparta definitivamente de la verdad griega: "Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y de los sabios"; de esta manera, con estas frases breves, puestas rápidamente sobre el papel, formula el resultado al que llegó.
Así, siempre es el mismo "abismo", el mismo inextricable nudo de contradicciones inconciliables. Todo hay allí; y también la frase terrible: "Dios, por qué me has abandonado?", y las lágrimas de alegría, y las dudas, y la certidumbre.
Y, por encima de todo esto, un deseo único, loco y apasionado: olvidar el universo, olvidarlo todo, excepto a Dios; olvidar toda regla, toda ley, todas esas verdades eternas y abstractas en que la filosofía coloca nuestro bien supremo; soportar todos los sufrimientos físicos, y también los morales, para alcanzar la meta: "Eternamente en la alegría por un día de prueba en la tierra"
La libertad perdida por Adán y la primera bendición de Dios deben ser restituidas al "Yo odiable". Y junto a estos grandes dones del Creador, ¡no tienen ningún valor nuestras terrenas "verdades eternas", nuestras virtudes!






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