domingo, 27 de diciembre de 2015

¿Qué es querer?




Nos reímos de quien sale a la puerta de su casa en el momento en que asoma el sol por el horizonte, y dice: «Quiero que salga el sol»; y del que, al no poder parar una rueda, exclama: «Quiero que ruede»; y del que es derribado en un combate y dice: «Estoy en el suelo porque quiero». Pero —bromas aparte— ¿hacemos algo distinto de lo que hacen estos hombres cuando empleamos la palabra «quiero».?

Friedrich Nietzsche - Aurora, Libro Segundo, aforismo 124


¿Qué es el prójimo?




¿Cuáles son los límites de nuestro prójimo, esto es, aquello en virtud de lo cual nos deja, por así decirlo, su huella? Todo lo que entendemos del prójimo son los cambios que, en virtud suya, se operan en nuestra persona; lo que sabemos de él es como un molde vacío. Le atribuimos los sentimientos que sus actos provocan en nosotros y le conferimos así el reflejo de una realidad falsa. Lo concebimos de acuerdo con el conocimiento que tenemos de nosotros mismos, haciendo de él un satélite de nuestro propio sistema, y cuando se ilumina o cuando se oscurece para nosotros, somos nosotros la causa última de ello, aunque supongamos todo lo contrario. ¡En qué mundo de fantasmas vivimos!: un mundo invertido y vacío, al que, sin embargo, vemos, como en un sueño, del derecho y lleno.

Friedrich Nietzsche - Aurora, Libro Segundo, aforismo 118


martes, 22 de diciembre de 2015

domingo, 20 de diciembre de 2015

Ein Brief




Carta de un joven

Admirada y distinguida señora:
Me ha invitado usted a que le escriba. Ha pensado que, para un joven con dotes literarias tenía que ser delicioso poder escribir cartas a una dama hermosa y celebrada. Tiene usted razón, es delicioso.
Además,usted ha observado que soy capaz de escribir mucho mejor que de hablar. Así pues, escribo. Para mi es la única posibilidad de darle a usted un pequeño gusto, y desearía mucho conseguirlo. Porque yo la amo, distinguida señora. ¡Permitame que entre en detalles! Es necesario, porque de lo contrario me interpretaría usted mal, y también es justo, porque esta carta será la única que voy a dirigirle. Pero, basta ya de introducciones.

Cuando tenía dieciséis años, veía con una tristeza singular, y tal vez precoz, cómo se hacían extrañas y se perdían las alegrías de la infancia. Veía a mi hermanito construir canales de arena, arrojar lanzas y cazar mariposas, y le envidiaba el placer que sentía y cuya apasionada intimidad recordaba aún tan bien. Lo había perdido, no sabía cuándo ni cómo, y en su lugar aparecieron la insatisfacción y la nostalgia, porque aún no podía compartir adecuadamente los goces de los adultos.
Con impetuosa diligencia, pero sin constancia, me dedicaba tan pronto a la historia como a las ciencias. Me pasaba una semana entera, día tras día, hasta muy entrada la noche, confeccionando preparados botánicos, y luego, durante otras dos semanas, no hacía otra cosa que leer a Goethe. Me sentía solitario y apartado contra mi voluntad de todo contacto con la vida, y procuraba llenar el vacío existente entre la vida y yo de un modo instintivo, a base de aprender cosas, de conocer y de saber. Por primera vez conocí nuestro jardín como una parte de la ciudad y del valle, el valle como un corte en la montaña, la montaña como un sector claramente delimitado de la superficie terrestre.
Por primera vez contemplaba las estrellas como cuerpos del universo, las formas de las montañas como productos surgidos inevitablemente de las fuerzas terrestres y por primera vez comprendí la historia de los pueblos como una parte de la historia de la tierra. Por entonces no podía aún expresar todo aquello ni darle nombre, pero ya lo llevaba dentro y vivía en mi interior.
En una palabra, por aquel entonces empecé a pensar. Es decir, reconocí que mi vida era algo condicionado y limitado, y por ello despertó en mi el deseo que los niños aún desconocen, el deseo de hacer de mi vida algo que fuese lo mejor y lo más hermoso posible. Probablemente todos los jóvenes experimentan algo semejante, pero yo lo cuento como si se tratase de una experiencia eminentemente individual, puesto que lo era para mí.
Insatisfecho y consumido por el anhelo de lo inalcanzable, viví unos cuantos meses llenos de actividad, pero también de inestabilidad, en pleno ardor, pero también con una gran necesidad de calidez. Entretanto, la naturaleza era más inteligente que yo y resolvía el enojoso enigma de mi situación. Un día me enamoré y, de improviso, recobré todos los contactos con la vida, de un modo más intenso y vario que nunca.
Desde entonces he tenido horas y días mucho más grandes y deliciosos, pero jamás he vuelto a vivir aquellos meses y semanas en los que me llenaba y me daba calor un sentimiento que fluía sin cesar. No le contaré a usted la historia de mi primer amor, porque nada hay en ella que interese, y las circunstancias externas podían haber sido muy otras. Pero sí que intentaré describirle un poco de mi vida de entonces, aunque sé que no voy a conseguirlo. La búsqueda precipitada tocó a su fin. De pronto, me vi inmerso en el mundo viviente y me sentí atado a la tierra y a los seres humanos por millares de hilos. Mis sentidos parecían diferentes, más agudos y despiertos. En especial los ojos. Miraba las cosas de un modo completamente distinto a como lo hacía antes. Las veía más claras y multicolores, como un artista; me daba gozo la mera contemplación.
El huerto de mi padre se hallaba en todo su esplendor estival. Había matas floridas y árboles con toda la fronda espesa de la estación veraniega, recortada en el cielo profundo. La hiedra se encaramaba por el alto muro de contención, y encima se levantaba la montaña de rocas rojizas y bosques de abetos, entre negros y azules. Yo me detenía a contemplarlos y me emocionaba que cada detalle fuese tan milagrosamente bello y vivo, coloreado y radiante. Algunas flores se mecían en sus tallos con tanta dulzura, y nos miraban desde sus pintados cálices con una delicadeza y una intimidad tan conmovedoras, que yo me enamoraba de ellas y gozaba de sus encantos como del canto de un poeta. También muchos sonidos, que antes se me escapaban, me atraían ahora y me hablaban y me daban que pensar: el sonido del viento entre los abetos y la hierba, el canto de los grillos en los prados, los truenos de la lejana tormenta, el rumor del río en la esclusa y las múltiples voces de los pájaros. Al caer la tarde, veía y oía los enjambres de moscas a la dorada luz tardía, y escuchaba las ranas del estanque. Mil cosas insignificantes se volvieron súbitamente amables e importantes para mí, y me afectaban como experiencias. Por ejemplo, cuando, por la mañana, regaba para pasar el tiempo unos cuantos bancales del huerto, y la tierra y las raíces se bebían el agua con tanta avidez y agradecimiento. O bien observaba una pequeña mariposa azul que oscilaba como embriagada a la luz resplandeciente del mediodía. O contemplaba como se abría una rosa joven. O por la noche, desde la canoa,  dejaba colgar la mano sobre el agua y sentía entre los dedos la dulce y tibia corriente del río.
Mientras me estuvo atormentando el sufrimiento de un primer amor desconcertado y sin guía, y mientras me movían la miseria incomprendida, la nostalgia, la esperanza y la decepción diarias, no había ni un solo momento en que no fuese feliz en el fondo de mi corazón, a pesar de la melancolía y de la angustia amorosa. Todo cuanto me rodeaba me resultaba amable y tenía algo que decirme, no había nada muerto ni vacío en el mundo. Nunca más me han abandonado del todo aquellas sensaciones, pero jamás han regresado a mí con tanta intensidad ni con tanta insistencia. Y la posibilidad de volverlas a experimentar, de hacerlas mías, de retenerlas, constituye la idea que hoy tengo de la felicidad.
¿Desea usted seguir escuchando? Desde entonces hasta el día de hoy, he estado siempre enamorado. De todas las cosas conocidas, nada me pareció tan noble y fogoso y arrebatador como el amor de las mujeres. No siempre tuve relaciones con mujeres o con muchachas, ni tampoco amé siempre de un modo consciente a una mujer determinada, pero mis pensamientos se hallaban constantemente ocupados de un modo u otro con el amor, y mi adoración de lo bello era de hecho un culto incesante a las mujeres.
No voy a contarle historias de amor. Una vez tuve una amante, durante unos meses, y ocasionalmente recogí al pasar algún beso y alguna mirada, y alguna noche de amor,casi sin querer; pero cuando amaba de verdad siempre se trataba de un amor desgraciado. Y cuando lo recuerdo con precisión, veo que las cuitas de un amor sin esperanza, el miedo y la vacilación, y las noches de insomnio, son algo mucho más hermoso que todos los pequeños éxitos y lances afortunados.
¿Sabe que estoy muy enamorado de usted, querida señora? Va a hacer un año que la conozco, aunque solo cuatro veces he entrado en su casa. Cuando la vi por primera vez, llevaba usted un broche con un lirio florentino sobre una blusa azul celeste. Una vez, en la estación, vi que tomaba usted el tren de París. Tenía usted un billete para Estrasburgo. Entonces aún no me conocía.
Después fui a su casa con mi amigo; entonces ya estaba enamorado de usted. Usted no lo notó hasta mi tercera visita, durante aquella velada con música de Schubert. O así me lo pareció. Primero bromeó sobre mi seriedad, luego sobre mis líricas expresiones, y al decirnos adiós, estuvo usted bondadosa y un poco maternal. Y la última vez, tras darme su dirección de verano,me permitió que la escribiera. Y hoy lo he hecho, tras pensarlo mucho.
¿Cómo hallar ahora una conclusión para esta carta? Ya le he dicho que esta primera carta mía será también la última. Acepte usted mis confesiones, tal vez algo ridículas, como lo único que puedo ofrecerle y lo único que me permite mostrarle que la amo y que le tengo un alto aprecio. Cuando pienso en usted y me confieso que he representado muy mal el papel de enamorado, no dejo de sentir algo del maravilloso estado que le he descrito. Es ya de noche; los grillos siguen cantando bajo mi ventana, en la húmeda hierba del huerto, y hay muchas cosas que vuelven a ser como las de aquel verano legendario. Tal vez, pienso, me será dado poseer otra vez todas esas cosas y vivirlas de nuevo, si permanezco fiel al sentimiento que me ha inducido a escribir esta carta. Quiero renunciar a todo aquello que, para la mayoría de los jóvenes, sigue al enamoramiento, a lo que yo mismo he conocido con una frecuencia más que suficiente: al juego, entre auténtico y artificioso, de las miradas y de los gestos, a la mezquina utilización de un estado de ánimo y de una oportunidad, al contacto de los pies bajo la mesa y al uso abusivo de un beso en la mano.
No acierto a expresar correctamente lo que pienso. Puede que, a pesar de todo, usted me comprenda. Si es como a mí me gusta imaginarla, puede usted reírse sinceramente de mi confuso escrito, sin menospreciarme por ello. Es posible que algún día también a mí me haga reír; hoy no puedo, ni tampoco lo deseo.
Su rendido admirador, que la adora.

(Escrito en 1906, publicado por "Simplicissimus", 11, 1906-1907, con el título "Ein Brief")

Hermann Hesse


viernes, 4 de diciembre de 2015

Mente de principiante




Cada vez que entro en el Dojo voy a recibir la misma lección, del mismo curso, del mismo grado.
debo ser el mas tonto de la clase, otros van pasando, iluminándose, progresando, cada vez más sabios, más bodisatvas, más monjes que yo.

hoy aqui, ennegrecido por el humo de los miles de inciensos quemados a mi lado, surgiendo de mi primer zazen, atado a mis primeras dudas adolescentes para no desviarme, para no errar, siguiendo el camino que no conduce a ninguna parte.

siempre entrando con el pie izquierdo, con mi gasho infinito, concentrado en el gesto para que no sea automático, maquinal. siempre la misma postura una y otra vez hasta el final de mis dias y mis noches, concentrado para que sea una postura nacida de las entrañas y no una pose para la foto.

otros comprenden, yo no comprendo nada, veinte años de zazen y sigo tonto como el primer dia, en un pasmo constante ante ese torbellino cambiante a la que llaman vida.

Sho Gu


martes, 1 de diciembre de 2015

Esto también pasara




Hubo una vez un rey que dijo a los sabios de la corte: 
-Me estoy fabricando un precioso anillo. He conseguido uno de los mejores diamantes posibles. Quiero guardar oculto dentro del anillo algún mensaje que pueda ayudarme en momentos de desesperación total, y que ayude a mis herederos, y a los herederos de mis herederos, para siempre. Tiene que ser un mensaje pequeño, de manera que quepa debajo del diamante del anillo.

Todos quienes escucharon eran sabios, grandes eruditos; podrían haber escrito grandes tratados, pero darle un mensaje de no más de dos o tres palabras que le pudieran ayudar en momentos de desesperación total...

Pensaron, buscaron en sus libros, pero no podían encontrar nada. El rey tenía un anciano sirviente que también había sido sirviente de su padre. La madre del rey murió pronto y este sirviente cuidó de él, por tanto, lo trataba como si fuera de la familia. El rey sentía un inmenso respeto por el anciano, de modo que también lo consultó. Y éste le dijo:

-No soy un sabio, ni un erudito, ni un académico, pero conozco el mensaje. Durante mi larga vida en palacio, me he encontrado con todo tipo de gente, y en una ocasión me encontré con un místico. Era invitado de tu padre y yo estuve a su servicio. Cuando se iba, como gesto de agradecimiento, me dio este mensaje –el anciano lo escribió en un diminuto papel, lo dobló y se lo dio al rey-. Pero no lo leas –le dijo- mantenlo escondido en el anillo. Ábrelo sólo cuando todo lo demás haya fracasado, cuando no encuentres salida a la situación-

Ese momento no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey perdió el reino. Estaba huyendo en su caballo para salvar la vida y sus enemigos lo perseguían. Estaba solo y los perseguidores eran numerosos. Llegó a un lugar donde el camino se acababa, no había salida: enfrente había un precipicio y un profundo valle; caer por él sería el fin. Y no podía volver porque el enemigo le cerraba el camino. Ya podía escuchar el trotar de los caballos. No podía seguir hacia delante y no había ningún otro camino...

De repente, se acordó del anillo. Lo abrió, sacó el papel y allí encontró un pequeño mensaje tremendamente valioso: Simplemente decía “ESTO TAMBIÉN PASARA”.

Mientras leía “esto también pasará” sintió que se cernía sobre él un gran silencio. Los enemigos que le perseguían debían haberse perdido en el bosque, o debían haberse equivocado de camino, pero lo cierto es que poco a poco dejó de escuchar el trote de los caballos.

El rey se sentía profundamente agradecido al sirviente y al místico desconocido. Aquellas palabras habían resultado milagrosas. Dobló el papel, volvió a ponerlo en el anillo, reunió a sus ejércitos y reconquistó el reino. Y el día que entraba de nuevo victorioso en la capital hubo una gran celebración con música, bailes... y él se sentía muy orgulloso de sí mismo. El anciano estaba a su lado en el carro y le dijo: -Este momento también es adecuado: vuelve a mirar el mensaje.

-¿Qué quieres decir? –Preguntó el rey-. Ahora estoy victorioso, la gente celebra mi vuelta, no estoy desesperado, no me encuentro en una situación sin salida.

-Escucha –dijo el anciano-: este mensaje no es sólo para situaciones desesperadas; también es para situaciones placenteras. No es sólo para cuando estás derrotado; también es para cuando te sientes victorioso. No es sólo para cuando eres el último; también es para cuando eres el primero. El rey abrió el anillo y leyó el mensaje: “Esto también pasará”, y nuevamente sintió la misma paz, el mismo silencio, en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba, pero el orgullo, el ego, había desaparecido. El rey pudo terminar de comprender el mensaje. Se había iluminado. Entonces el anciano le dijo:

-Recuerda que todo pasa. Ninguna cosa ni ninguna emoción son permanentes. Como el día y la noche, hay momentos de alegría y momentos de tristeza. Acéptalos como parte de la dualidad de la naturaleza porque son la naturaleza misma de las cosas...

Leído en:


https://www.facebook.com/zen.cuentos.koans.gnosis/?fref=nf


Aristocracia




"La única aristocracia es nunca tocar. No acercarse. Allí donde haya “ocasión de…”, se colocará la estatua de la renuncia. No toquemos la vida ni con la punta de los dedos. No amemos ni con el pensamiento. Ganamos aquello de lo que abdicamos. Poseer es perder".

Fernando Pessoa

Autor de la imagen:
http://jobeja.blogspot.com.ar/

Daños colaterales




"... hoy en día experimentamos lo que podríamos llamar una "ley de los retornos decrecientes". Cada vez, por ejemplo, queremos desplazarnos más deprisa y por ello nos esforzamos en reducir la distancia que hay entre el lugar en el que estamos y el lugar al que queremos llegar. Pero ese intento acaba provocando un par de efectos que no deberíamos soslayar. En primer lugar, todos los lugares conectados por los viajes de avión a reacción tienden a uniformarse. Cuanto más deprisa vamos desde Los Ángeles hasta Hawái, más se asemeja Hawái a Los Ángeles. Por ello, precisamente, los turistas suelen preguntar: "¿Todavía sigue siendo virgen?" queriendo decir con ello: "¿Sigue valiendo la pena viajar o nos encontraremos allí como si estuviéramos en casa?"
Y si empezamos a considerar -en segundo lugar- nuestros objetivos vitales como si de destinos se tratara, es decir, como puntos a los que debemos llegar, esa actitud acaba socavando la importancia de cualquier punto intermedio. Y esto es como si, en lugar de darle un plátano entero, solo le diese los dos extremos, lo que, sin duda, resulta bastante menos satisfactorio. Pero eso es precisamente lo que ocurre cuando, en nuestro empeño por hacer del mundo un lugar más cómodo para vivir, nos enfrentamos a nuestro medio ambiente y nos esforzamos en acabar con las limitaciones impuestas por el tiempo y el espacio."

Alan Watts - Qué es el Tao


Los Napoleones del fin de semana

  Hay un brillo inquietante en sus ojos cuando acuden cada sábado a la cita. Llegan uno tras otro, casi furtivamente, con sus cajas y reglam...