jueves, 27 de marzo de 2008

Un tema muy actual...


A propósito de lo que está sucediendo en nuestro país (Argentina) con el enfrentamiento entre distintos intereses políticos y económicos y a propósito de la, en mi opinion, desafortunada actitud del gobierno nacional, agregando más leña al fuego en lugar de intentar encontrar un acuerdo, recordé un texto en el que es bueno meditar:

“Gobernar es como dejar cocer a fuego lento...
Donde la sociedad evoluciona en el sendero, el espíritu no tiene voluntad individual.
No que la voluntad individual no exista: no se dirige contra los otros.
No que la voluntad individual no pueda dirigirse contra los otros: es el Perfecto quien no la dirige contra los otros.
Perfecto y los otros nunca se encuentran. Su línea recta es la misma.”

Lao-Tse


martes, 25 de marzo de 2008

Un Credo?




... pues, aunque en cierta manera y según el parecer de la gente frívola, las cosas inexistentes son más fáciles de representar con palabras que las existentes y hay menos responsabilidad en tal representación, en cambio, para el historiador fiel y concienzudo, son cabalmente lo contrario: nada escapa tan aína a la exposición verbal y nada es, sin embargo, tan necesario de poner ante los ojos de los hombres como ciertas cosas cuya existencia no puede demostrarse ni es verosímil, si bien justamente por el hecho de que personas fieles y concienzudas las consideren existentes en cierta medida, vienen a dar un paso para acercarse al ser y a la posibilidad de nacer.

"El juego de los abalorios" - Hermann Hesse


Rastro de un Sueño

Hermann Hesse





A resultas de ello abandoné ese trabajo y comencé a dedicarme plenamente a la magia práctica. Si bien mi sueño de artista había resultado ser una ilusión, si bien no era capaz de lograr una Olla de Oro, ni una Flauta Mágica, no obstante era hechicero de nacimiento. Hacía tiempo que había progresado lo suficiente por la ruta oriental de Lao Tsé y el I Ching para llegar a conocer perfectamente el carácter casual y mudable de la llamada realidad. Ahora me valía de la magia para forzar esa realidad a mi gusto, y debo decir que ello me proporcionaba gran satisfacción. Sin embargo, también debo reconocer que no siempre permanecí dentro de los límites de ese preciado jardín que se denomina magia blanca, sino que de vez en cuando el pequeño y vivo fulgor que ardía en mí se extendió hasta el aspecto negro de la misma.


A la edad de más de setenta años, precisamente cuando acababa de ser honrado por dos universidades con la concesión de la dignidad de doctor honoris causa tuve que comparecer ante los tribunales acusado de perversión de una jovencita mediante brujería. En la cárcel solicité autorización para pintar. Me fue concedida. Algunos amigos me trajeron pinturas y otros materiales y pinté un pequeño paisaje en el muro de mi celda. Había vuelto, pues, una vez más al arte, y todos los naufragios que ya había experimentado como artista no podían impedirme en absoluto volver a apurar ese querido vaso, construir de nuevo como un niño mi pequeño y querido mundo de fantasía y saciar mi corazón en él, rechazar una vez más toda la sabiduría y la abstracción y paladear el primitivo placer de la evidencia. Así, volví a pintar; mezclaba colores y mojaba pinceles, bebía otra vez con embeleso toda esa infinita magia: el claro tono alegre del bermellón, el tono pleno y puro del amarillo, el profundo y conmovedor del azul, y la música de todas sus mezclas que resonaba hasta en el gris más pálido y lejano. Feliz como un niño, me entregué a mi juego de creación y pinté, así, un paisaje en el muro de mi celda. En ese paisaje aparecía todo lo que me había alegrado en la vida, ríos y montañas, mar y nubes, campesinos en plena cosecha, y muchas otras cosas hermosas que me causaran satisfacción. Por el centro del cuadro pasaba un tren muy pequeño. Avanzaba hacia una montaña y ya tenía la cabeza metida en ella como un gusano en la manzana, la locomotora ya había entrado en el pequeño túnel, de cuya oscura boca brotaba un humo esponjoso.


Nunca me había deleitado tanto mi juego. Este retorno al arte no sólo me hizo olvidar que estaba preso y había sido acusado y tenía pocas probabilidades de acabar mi vida fuera de un correccional: con frecuencia también olvidaba incluso mis prácticas mágicas y me parecía ya suficientemente mágico crear con un fino pincel un árbol diminuto o una clara nubecilla.


Entretanto, la llamada realidad, con la que de hecho había caído en total desgracia, se esforzaba todo lo posible en hacer mofa de mi sueño y en destruirlo. Venían a buscarme casi a diario, me conducían entre guardias a unas dependencias sumamente antipáticas en las que había unas antipáticas personas sentadas en medio de muchos papeles, las cuales me interrogaban, no me querían creer, me regañaban, y lo mismo me trataban como a un niño de tres años, que como a un criminal consumado.


No es preciso ser un acusado para conocer este mundo extraordinario y verdaderamente infernal de las oficinas públicas, los papeles y las actas. De todos los infiernos que el hombre ha tenido que crearse en su extravagancia, éste es el que más infernal considero. Basta desear cambiar de domicilio o querer casarse, pretender obtener un pase o un certificado, para encontrarse ya en medio de ese infierno, tener que pasar horas amargas en el ámbito asfixiante de ese mundo de papeles, ser interrogado, regañado por hombres aburridos y sin embargo apresurados, insatisfechos, encontrar sólo escepticismo ante las declaraciones más sencillas y veraces, ser tratado a ratos como un colegial, a ratos como un delincuente. Pero todo el mundo sabe estas cosas. Hace tiempo que me habría ahogado y podrido en el infierno del papeleo si mis colores no me hubiesen consolado y divertido siempre, si mi cuadro, mi hermoso paisaje, no me hubiesen vuelto a insuflar aire y vida.


Un día estaba en mi prisión contemplando ese cuadro, cuando acudieron nuevamente los guardianes con sus aburridas citaciones y quisieron arrancarme de mi venturoso trabajo. Entonces me sobrecogió un cansancio y algo así como una náusea contra todo ese tráfago y toda esa brutal y desalmada realidad. Me pareció llegado el momento de poner fin al martirio. Si no me permitían continuar mis inocentes juegos artísticos sin ser molestado, me vería obligado a recurrir a esas artes más serias, a las que había dedicado tantos años de mi vida. Sin magia, este mundo resultaba insoportable.


Recordé la fórmula china, retuve la respiración durante un minuto y me liberé de la ilusión de la realidad. Con amabilidad rogué a los guardianes que tuviesen un minuto más de paciencia, pues debía subir al tren de mi cuadro y comprobar una cosa. Se rieron, como de costumbre, pues me consideraban mentalmente perturbado.


Entonces me hice pequeño y entré en mi cuadro, subí al pequeño tren y en el pequeño tren entré en el pequeño túnel negro. Todavía se siguió viendo un rato el humo esponjoso que salía de la redonda abertura, después el humo se disipó y se volatilizó, y con él desapareció todo el cuadro, y yo con éste.

Los guardianes se quedaron atrás, sumamente perplejos.

Los Napoleones del fin de semana

  Hay un brillo inquietante en sus ojos cuando acuden cada sábado a la cita. Llegan uno tras otro, casi furtivamente, con sus cajas y reglam...